37 derechos de petición ha enviado el jesuita a las autoridades desde 2003. Entre ellos, para solicitar que se declare un “estado de cosas inconstitucional” en el Urabá.

Javier Giraldo
Por: Alfredo Molano Columnista de El Espectador
 
La vida de este jesuita se resume en una lucha dolorosa pero inquebrantable
contra la impunidad, por la justicia.
 
Yo me pregunto a esta hora de la vida del padre Javier Giraldo, cuando ha dado
tantas batallas —ninguna éticamente perdida—, qué lo ha llevado a ser el
más valiente acusador de altos oficiales del Ejército Nacional que en nombre
del orden han cometido por acción o por omisión horrendos crímenes que el
derecho internacional califica como de lesa humanidad. Enfrentarse casi solo
con la impunidad que ha rodeado a tantos batallones parecería ser un simple
acto demencial. ¿Qué impulsa a este sacerdote jesuita a desafiar tanto poder?
¿Por qué cuando se piensa en el general ( r) Rito Alejo del Río, el
‘pacificador de Urabá’, o del difunto general Yanine Díaz, el
‘pacificador del Magdalena Medio’, salta la figura modesta pero triste de
Javier Giraldo? Por la simple razón de que al contrario de los generales que
se atrincheran tras sus uniformes, el cura no se ha defendido nunca con la
sotana. Más aun, siempre ha usado los argumentos que la Constitución pone en la mano de cualquier ciudadano para denunciar las violaciones de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario y señalar a los responsables.

Pocas veces ha salido victorioso de los litigios que incoa, pero con ello ha
demostrado no sólo la debilidad de los funcionarios encargados de fallar sino
los vicios del sistema judicial.

En nuestra historia la cruz y la espada han sido socios en el atropello de los
débiles. El padre ha sacado la cara por una Iglesia sometida al poder
político y de refilón ha limpiado el nombre de muchos soldados, víctimas
asimismo del poder militar, tan caro y necesario al establecimiento. Javier es
en el sentido esencial de la palabra un Justo. Y, por tanto, también un juez
severo de los crímenes de la guerrilla. Su misión ha sido dolorosa,
terriblemente dolorosa; lo expresa un cierto rictus que lo acompaña a todas
partes: de San José de Apartadó a Trujillo, del Casanare a Urabá. Ha vivido
entre la gente del pueblo, conoce su tragedia, la comparte, la vive y la pelea.
Sólo quien vive con la gente puede conocerla. Razón por la cual los
uniformados y los togados, los gentiles y los profesores son aislados en guetos
y por esa misma razón sólo conocen su propia causa. A Javier lo he visto en
el río Salaquí —aguas que han arrastrado tantos cadáveres— compartiendo
cansancio e ilusiones con los desplazados y aterrorizados campesinos; lo he
visto en San José de Apartadó parársele a paramilitares sin agacharse. Y
sobre todo lo he leído. He leído y releído uno de los documentos más
brillantes salidos de su mano: su carta de objeción de conciencia, un retrato
en blanco sobre negro de la justicia e impunidad en el país. La conclusión no
puede ser más dramática: Giraldo ha apelado a las normas —y las ha
defendido, para verse traicionado en su aplicación—. Siempre que denuncia a
un criminal, los testigos son asesinados. Su conciencia moral nunca ha estado
en juego y por eso no va adonde sus juzgadores lo quieren llevar: a la
complicidad con los victimarios.
 
Tomado
de:http://www.elespectador.com/noticias/nacional/articulo177081-javier-giraldo